En algún lugar existe
una ciudad. Una ciudad donde los rascacielos dan más sombra que luz,
donde las actividades secretas del hombre son la ley no escrita que
rige la moral y el comportamiento. Allí hace hoy un día húmedo y
bochornoso. La humedad es tan alta que la lluvia parece alquitrán
translúcido. Por esas calles camina el hombre, abrigado por la
negrura que las escasísimas farolas dejan salir al encuentro del
transeúte.
En las escaleras que dan
un ático de una calle cualquiera resuena el ahogado ruido de unas
botas mojadas. Llega a casa y un sonido de carraca accionado por una
llave retumba en sus oídos antes de que la puerta se abra. El hombre
entra, cerrando tras de sí la puerta con un chirrido. En esta ciudad
todo parece repetitivo y mecánico. La quietud del habitáculo es
rota por el chasquido de una lata de cerveza y el aire exalado con
gusto tras el primer trago. Al lado, la ventana deja ver el bullicio
en serie de automóviles de la carretera. Los conductores están
furiosos por el atasco, y entre los gritos amortiguados por el caer
de gotas se escapa la carcajada del hombre antes de despojarse de su
sombrero y su abrigo húmedo.
Una respiración
calmada, un envoltorio de comida precocinada es rasgado y un quieto
pero incesante fluir del motor del microondas se suma a la amalgama
de sonidos e imágenes que inunda la estancia desde la pantalla
mientras el brebaje frío va desapareciendo de la lata. Una y otra
vez, sonidos mecánicos se repiten. El hipnótico claroscuro atonta
los sentidos; el burbujeante y fresco líquido atonta la mente del
hombre que recuesta la espalda en el sofá.
- Dijo que vendría
-piensa.
Martilleando, las agujas
del reloj minan la esperanza con un tic-tac que suena a clavos
machacados en un ataúd. Al hombre le gusta, parece recordarle que la
existencia todavía sigue transcurriendo. Por el metálico borde de
una de las latas aún llenas se escurre una gota de agua recién
condensada en inevitable caída hacia el suelo. En el momento en que
la gota explota en miles de porciones más pequeñas suena un
vibrante y agudo sonido al otro lado de la grisácea puerta.
Allí está ella,
engalanada como la más fina gargantilla. Tan brillante que el triste
mobiliario parece arrodillarse extasiado mientras la puerta se abre y
la mujer entra. El hombre balbucea, su corazón martillea más rápido
y fuerte que el pesado reloj de pared, sus pulmones le abrasan la
garganta, sus pupilas intentan entornarse para no perder detalle de
la espléndida figura que acaba de dar una patada a su monocromo
mundo. Ella le responde con una risita cortada y graciosa, y con una
pícara mirada capaz de derretir el metal más duro del planeta.
Él y ella van a coger
una misma lata y sus dedos se tocan. Él siente calidez
instantáneamente. Pero no es calor como el bochornoso aire de la
ciudad. Unos esbeltos dedos envuelven los suyos antes de quitarle el
recipiente de cerveza de las manos. Mira a la mesa, donde yacen un
par vacías junto a unas cuantas sus compañeras aún por abrir. No
lo piensa mucho, los ojos tienen otras cosas que observar.
- Dice que se llama R.
-piensa él-. No hace ni dos minutos desde que apareció por primera
vez delante de mí y ya ha sido capaz de dar más luz y claridad que
toda la basura que la televisión intenta meterme por el gaznate
hasta llegar a mi cartera.
No puede abrir la boca,
pero no importa. Tendrá mejores formas de usarla. Las miradas dicen
suficiente para comunicar dos almas, y en este momento la suya está
centrada en los labios que tocan metal y cerveza. Escarlata, para él
resplandecen en la oscuridad más que un faro a medianoche. Ella se
da cuenta. Se muerde uno de ellos antes de acercarse felinamente unos
centrímetros. Unos ojos marrones, profundos como una sima y
enmarcados en rímel se clavan en los turbios del que lleva más de
una ración de jugo de cebada dentro. Le pone nervioso. Le encanta.
Le entran ganas de más.
- En la mesa todavía
quedan algunas por abrir, necesitas compañía. Vivo en esta ciudad,
no quiero luz. No necesitamos luz. La oscuridad nos abrazará, y éste
secreto ni siquiera permanecerá en nuestra vista. A tí sí te
necesito. -dice ella a una distancia ínfima de su cara. Luego, con
elegancia y un deje de perversión, acaba la lata rápidamente y se
coloca encima de él-. Sólos tú y yo. Nada de vergüenza o
remordimientos. No hay nada más aquí que nosotros dos y mucho rato
por delante.
La pantalla, compañera
ignorante de la escena, se apaga automáticamente como molesta ante
tanto rato ignorada. Totalmente a oscuras, las ropas vuelan hacia el
suelo. Es el turno de que las manos vean, de darle a las bocas otro
uso que sólo se puede dar entre dos personas, de embotar los
sentidos con algo mucho mejor que un burbujeante brebaje industrial.
Cierra los ojos, la noche secreta acaba de comenzar en la ciudad.
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